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Las competencias de los profesores ( parte I)
Yo explico pero ellos...¿aprenden? SaintOnge, Michel Editorial mensajero España, 1997
 

Según los especialistas de la enseñanza, las exigencias intelectuales, emocionales y

físicas que pesan sobre que enseñan no han dejado de crecer en el curso de los

últimos años (Andrews, 1987). Esto no hace sino confirmar lo que muchos profesores

piensan, como Antoine Prost (1985): el enseñar se ha convertido en una actividad

mucho más difícil que en el pasado. Esta opinión se confirma también por los casos de

agotamiento profesional (burn out) y de trabajo a tiempo partido.

Pero mientras las exigencias aumentan, se aprecia, sin embargo, que la posición social

del cuerpo docente está en declive en casi todo el Occidente. Este contraste entre las

exigencias reales de la profesión y la idea que generalmente se tiene de ella es tan

importante que los responsables de los centros escolares afirman, con ocasión de la

encuesta realizada sobre la situación de la enseñanza en Québec en 1984 por el

Consejo Superior de la Educación, que la situación de la enseñanza seguirá igual

mientras los profesores no tengan la sensación de ejercer una actividad profesional de

la que son únicos responsables y mientras la imagen colectiva que proyectan no sea un

reflejo de ese ideal.

Efectivamente, los conceptos de responsabilidad y de reconocimiento social remiten a

la idea de competencia. En efecto, la competencia puede definirse como la capacidad

reconocida a una persona, o a un grupo de personas, para realizar tareas específicas

relativas a una función determinada. De esta manera, se puede afirmar que la

situación de la enseñanza seguirá siendo difícil mientras la competencia de los que

enseñan no sea reconocida.

Este reconocimiento es importante porque se traduce en derecho: el derecho a

ejercitar de forma libre la actividad profesional correspondiente, a prohibir el ejercicio

de esta actividad a toda persona sin los conocimientos y las aptitudes necesarias para

su práctica eficaz, a juzgar la aptitud de las personas deseosas de ejercitar esta

profesión, a hablar con solvencia en el ámbito de su competencia y, por último, a

determinar las condiciones de eficacia de las acciones que se han de realizar.

Además, la competencia se refuerza con la responsabilidad de formarse y

perfeccionarse que permite afrontar la complejidad de la tarea, de sentirse obligado a

ser eficaz en sus actuaciones y a determinar los modelos de calidad y los criterios

éticos que repercuten en el ejercicio de las tareas cuya función está claramente

definida.

Ante esta definición de la competencia nace ordinariamente un malestar. Estamos

dispuestos a reconocer sin dificultad que si se nos concedieran los derechos vinculados

a la competencia, la situación de la enseñanza mejoraría. Pero, cuando se trata de

reconocer que tendríamos que aceptar las responsabilidades enumeradas, la

unanimidad no es tan evidente.

¿Por qué estas responsabilidades provocan miedo? ¿Cuáles son las características

específicas de la enseñanza que deben clarificarse con el fin de determinar los límites

de la responsabilidad profesional? Porque es difícil hacer reconocer la complejidad de

una actividad mal definida, de un conjunto de tareas cuya función no está precisada,

de acciones cuyo alcance puede ser apreciado con dificultad. Es difícil igualmente

determinar los límites de sus responsabilidades.

El reconocimiento de la competencia del cuerpo docente no puede producirse sin

definir con claridad la responsabilidad específica asumida o, dicho de otra manera, la
función de la enseñanza, las tareas exigidas para esa función y el papel de cada una de ellas, y los resultados que se obtienen con las diversas intervenciones.

Pero aún sigue vigente que enseñar quiere decir exponer los propios conocimientos.

Luego uno puede pensar que el profesor pueda decir: <<¡Yo explico; ellos, que

aprendan!>>. Su responsabilidad se limita, de esta manera, al dominio de un tema y a

su capacidad de exponerlo. Pero cualquier cosa que se enseñe siempre se enseña para

que los alumnos aprendan (Thyne, 1974). Por lo tanto, enseñar debería entenderse

como ayudar a aprender. Y en este caso, el profesor no podría preguntarse únicamente

si domina la materia que ha de enseñar; su responsabilidad abarcaría el aprendizaje, lo

que hacen los alumnos para ampliar su saber y sus habilidades. Entonces los

profesores se preguntarían: <<Yo explico, pero ellos ¿aprenden?>>.

Pero ¿cómo el cuerpo docente puede ser responsable de una actividad que pertenece a

los alumnos? Se asume sin dificultad que la enseñanza y el aprendizaje son las dos

caras de una misma moneda (Drucker, 1990), pero cuesta reconocer que existe una

vinculación explícita entre la actividad del profesor y la de los alumnos. Describir la

competencia de los profesores, ¿no es describir la relación existente entre la

enseñanza y el aprendizaje? Sigamos este camino o intentemos poner en claro la

responsabilidad que los que enseñan saben asumir:

LA FUNCIÓN DE ENSEÑAR

Según Mirón Lieberman (1956), la enseñanza debería adquirir ocho características

antes de poder ser reconocida como una <<verdadera>> profesión liberal. La primera

de estas características es la de <<prestar a la sociedad un servicio fundamental y

bien definido>>.

Los cambios recientes de nuestra sociedad sitúan la enseñanza entre las actividades

valoradas como esenciales no solamente para nuestro desarrollo, sino también para

nuestra supervivencia. En efecto, el conocimiento, que parecía para muchas personas

de la generación anterior un añadido, un lujo para la persona, hoy considera el mismo

eje de nuestra vida social. Ahora hay muchas personas que no forman parte de la

sociedad industrial, ni siquiera de la sociedad de los negocios; se están integrando en

la sociedad del saber, de la información, de la investigación...

Esta realidad es tan importante que, como ha señalado Peter Drucker (1990), la

preocupación de ahora es si los niños consiguen los buenos resultados de otros niños

en matemáticas o, también si dominan suficientemente tal o cual aptitud lingüística, o

incluso si ignoran tal hecho o tal información. Esto en una cultura anterior hubiera sido

imposible de imaginar: ni siquiera se hubiera podido pensar entonces que semejantes

lagunas pudieran merecer ninguna atención.

El conocimiento y la aptitud para pensar son hot preocupaciones mayores, y es de

prever que traerán cambios mayores a nivel educativo. Y ya se está presionando para

que la enseñanza responda a esas expectativas. La educación, decía Neil Postman

(1981), es <<la respuesta de una cultura a las cuestiones de una época concreta>>.

La problemática está centrada en la ciencia y en su aplicación tecnológica. La

enseñanza, por eso, debería mostrarse como el servicio esencial al desarrollo de las

ciencias. Sin embargo, la relación entre enseñanza y desarrollo científico o de la

inteligencia no está explícitamente establecida.

Según Resnick (1981), hemos asentado como principios, en primer lugar, que los

factores biológicos explican fundamentalmente la conducta humana y, en segundo

lugar, que los factores individuales antes que los sociales marcan las diferencias de la

gente. Estos principios contradicen la idea de que el proceso educativo influye

significativamente en el desarrollo humano. Y en consecuencia, el papel que

desempeña queda disminuido. Esto se ha reflejado claramente en todo el discurso

pedagógico que apelaba al respecto del desarrollo del niño, como si se tratara de un

hecho al que asistieran los profesores pasivamente, creando así una desconfianza

sobre la eficacia de la enseñanza para transformar la capacidad de los alumnos.

En el curso de los últimos años, las teorías dominantes no han creído firmemente en la

eficacia real de la empresa educativa y, sobre todo, en la dela enseñanza en la

transformación de la capacidad intelectual de las personas. Las teorías del desarrollo

natural han fijado la atención en las formas de no interferir el proceso de desarrollo,

más que en las formas de promoverlo activamente. Igualmente, la reflexión de esta

época ha llevado a los profesores a adaptarse a las capacidades de los alumnos

exigiéndoles menos u ofreciéndoles más, pero no ha servido para generar nuevas

capacidades.

Ahora que las expectativas sociales no son las mismas, la idea que se tiene de la

enseñanza no ha cambiado necesariamente. Sin embargo, la relación explícita entre la

enseñanza y el aprendizaje se refuerza cada vez más.

En 1968, Rosenthal y Jacobson sostenían, como consecuencia de sus investigaciones,

que las expectativas más exigentes de los enseñantes podrían mejorar el rendimiento

de los alumnos. Según estos autores, un alumno se comporta en conformidad con la

expectativa o el juicio de sus profesores acerca de sus posibilidades de éxito.

Se recordará que su experimento consistía en comunicar a las maestras de primaria

que eminentes investigadores acababan de sacar un test <<de desarrollo>> que

permitía descubrir los alumnos que podrían conseguir grandes avances intelectuales,

cuando en verdad se trataba de un test de inteligencia poco conocido. Después de

aplicar el test a todos los alumnos, se indicaban a algunas maestras los nombres de los

alumnos con posibilidades de desarrollo intelectual, un pronóstico sin más fundamento

que la fantasía. Más tarde, se pudo comprobar que el coeficiente intelectual de los

alumnos designados se había elevado en los tres años siguientes de forma

significativa. Más aún, los progresos superiores a la media de estos alumnos habían

sido observados en Lectura y Matemáticas. Los resultados demostraban claramente

que los niños cuyas maestras esperaban avances de ellos, los materializaron.

La interpretación de los resultados suscitó una polémica. No era posible concluir si las

maestras en realidad habían tratado de formar diferente a los alumnos señalados, ya

que los investigadores no vigilaron posteriormente la clase. Por eso, Thomas L. Good y

Jere E. Brophy (1970) examinaron sistemáticamente el papel de las expectativas de

los profesores sobre sus comportamientos en clase. Pudieron establecer que las

profesoras y los profesores cambian su conducta ante los diferentes alumnos. Esto se

advierte en los siguientes comportamientos:

A

los alumnos con bajo rendimiento se les permite sentarse lejos, o se crean

situaciones, en un grupo, donde es más difícil dirigirlos o tratarlos como

individuos.

En

las situaciones de aprendizaje, se presta menos atención a los más

necesitados (manteniendo menos contacto visual, sonriéndoles con menos

frecuencia).

Se

pide con menos frecuencia a los alumnos débiles que responsan a las

preguntas o también que hablen en público.

Se

dedica menos tiempo a contestar a las preguntas de los más atrasados que

a las de los que se considera más adelantados.

Se

pone fin a las situaciones de fracaso, es decir, no se ofrecen nuevas medidas

y no se verifica el camino lógico del alumno débil con nuevas cuestiones.

Se

critica más a menudo por respuestas incorrectas a los alumnos que se juzga

más atrasados.

Se

alaba con menos frecuencia por respuestas correctas a los débiles que a los

más fuertes.

Se

alaba a los débiles con más frecuencia por respuestas marginales o imprecas

que a los fuertes.

Se

hace un <<feedback>>

menos preciso y detallado a los alumnos

deficientes.

Se

prescinde más fácilmente del <<feedback>>

a las respuestas de los débiles

que a las de los más capaces.

Se

interrumpe más a menudo el progreso de los más atrasados que el de los

más adelantados.

Estas observaciones muestran que el tratamiento de los alumnos en clase no es

uniforme: unos reciben más atención, más dedicación, más tiempo. Efectivamente,

lo que difiere es la calidad de la interacción establecida entre los alumnos y el

profesor.

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